Breo by Francisco Narla

Breo by Francisco Narla

autor:Francisco Narla [Narla, Francisco]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2023-05-24T00:00:00+00:00


* * *

Cuatro días después, en dos columnas, una veintena de legionarios se presentó en la puerta este de Lucus.

Los mandaba un centurión cuajado. Un tipo recio que destilaba veteranía. Y el centinela que les dio el alto a los pies de la muralla, pese a no haber visto en su vida a aquel oficial, sacó pecho y alzó la frente. No fuera a ser que la vara de mando del centurión acabase en sus costillas.

—¡Salve!

Devolvió el saludo con desgana y le entregó una tablilla, que el centinela se apresuró a leer.

Y a medida que lo hizo supo que se acababa de meter en problemas.

—No era esto lo que tenía entendido —tartamudeó, apocado.

La vara de aquel centurión golpeó la palma de la mano. Una, dos veces. Y una tercera, para darle tiempo a reformular lo dicho.

Y el centinela, después de tragar y darse cuenta de que el bocado de miedo era demasiado grande, probó suerte otra vez.

—Se suponía que un destacamento se los llevaría más adelante. El…

No supo qué cargo ponerle, y tardó en acabar la frase.

—… El enviado imperial aún los está interrogando.

La vara volvió a golpear, impaciente.

—Podéis pasar, por supuesto —añadió, solícito—. Estaréis cansados del camino. Hay buenas tabernas en la ciudad, y los baños junto al río están bien. Pero no puedo dejar que os los llevéis sin la confirmación del prefecto…

Dudó un momento y añadió algo más:

—… Y creo que tendría que firmarla también el enviado imperial… —aventuró—. Él es quien se está ocupando de este asunto… Tenía entendido que ya se le había notificado al tribuno Didio Severo.

—Didio Severo —repitió el centurión, como si el nombre fuese importante.

La vara se detuvo. Las dos columnas tras el centurión se revolvieron inquietas, las lorigas tintinearon, los clavos de las sandalias hicieron un extraño en la calzada.

Y el centinela sintió la necesidad de seguir hablando.

—Sería el procedimiento —dijo, y alargó el brazo para devolver la tablilla.

No podía decirse que la mano temblase, pero sí que sus dedos vacilaron. La tablilla se movió como un abanico.

La vara del centurión se alzó de golpe, como si se preparase para golpear.

El centinela no pudo evitarlo, entrecerró los ojos, se encogió, y la tablilla acabó en el suelo. Aun así, el centurión se mostró magnánimo. Aquella vara se posó en la frente y rascó justo donde se apoyaba el casco, decorado con una abundante cimera de crines de caballo, en un estilo tradicional. Como las medallas que le adornaban la pechera, que tenían viejos diseños, pero se veían tan nuevas como recién salidas de la fragua del herrero.

Aquello impresionó al centinela y dio alas a su miedo, porque hacía falta mucha dedicación para mantener el uniforme así de impoluto.

—¿Y cuando te da un retortijón? —preguntó el oficial en un tono tan dulce como frío.

En el rostro del centinela se pintó el desconcierto.

—Cuando se te desbaratan las tripas —dijo, como si le hablase a un niño—, ¿también esperas una orden del prefecto?, ¿firmada?

La vara del centurión viajó de su frente a la nariz del guardia como una centella.



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